lunes, 6 de octubre de 2008

Cortinas de memoria

Cortinas de memoria descorro, para verte

descubro inconfundible tu figura.

Se apoya el árbol en ti, o tu en el árbol.

Juntan copas, confunden las raíces.

Me acerco, merodeo, casi brinco.

Me cobijo en tu áurea luz de abuelo.

Un gesto de tu mano mueve el mundo.

Sobre mi pelo tus dedos y tus ojos.

Destierran de mi mente algunas sombras

Despojando mi alma de fantasmas.

Enjugando el temor de mis pestañas.

De niña nunca logré dormir la siesta, pero mi abuelo seguía religiosamente ese ritual de descanso breve. Luego se levantaba, se refrescaba la cara y tomaba agua del aljibe bajo un árbol frondoso. Allí quedaba un rato mirando el horizonte que hacía onditas de calor. Era el final de aquel largo paréntesis en que yo vagaba de cuarto en cuarto, revolvía cajas, miraba revistas viejas, y hacía cosas tan raras como descular hormigas y comer pan con limón. No tengo muy claro si odiaba o adoraba la hora de la siesta, porque la soledad a cuarenta grados tiene algo de apabullante y misterioso. Debía optar entre desplazarme por la casa como una sombra (en mi época no se hacía ruido cuando los mayores dormían la siesta) o salir a quemarme los pies en la tierra cuarteada de calor, tal vez a buscar al "sasi". Digamos que tenía mis emociones fuertes.



No hay comentarios: